TERRITORIO MINADO (SOMBRAS)
Muchas veces he hablado y escrito
sobre lo que supone ser familia monomarental en una cultura que ha perdido el
valor de la comunidad en la crianza de las criaturas, que son el mayor bien
social, pero estos días el discurso y la emoción se amplifican al ser tocados
por las situaciones de mi entorno, consecuencias directas de un sistema de
valores que pone en el centro el trabajo productivo, amenazando, directamente,
el reproductivo.
Hubiera querido tener más hijos,
pero con dificultad me las arreglo para vivir atendiendo todas mis dimensiones:
madre, trabajadora, activista, persona, mujer, ser sexual, ser deseante y con
sueños y proyectos, cuerpo con potencialidad y limitaciones. He tenido que
hacer renuncias que ellos (con O) no hacen, elecciones y priorizaciones que
ellos, en su mayoría, ni contemplan. La vida profesional y la familia en el
centro, la vida personal en la lejana periferia, a la que casi no alcanzo, la
salud como meta difusa a la que a duras penas puedo atender. El activismo,
arrinconado; la sexualidad, pospuesta y adormilada; la vida social, relegada;
futuras maternidades, descartadas. No sé dónde quedo yo entre tanta lucha
cotidiana.
Hablo con mi amiga X, que desea
ser madre y no lo es porque durante cuarenta y dos años no tuvo ni la situación
económica ni el compañero ni el apoyo para criar, y hoy ya no puede hacerlo
porque el tiempo pasó rápido en su cuerpo; hablo con mi amiga Y que decide
abortar porque sabe que elegir criar supone descarrilar profesionalmente y se
enfrenta a la elección con relativa convicción y necesario dolor; hablo con mi
amiga Z que no inicia el proceso de acogida de menores porque no tiene respaldo
de su entorno inmediato para sacar adelante a un hijo y a un niño acogido.
Frustración aquí y allá, identidades fragmentadas por todas partes, elecciones
que parecen afectarnos solo a nosotras, y que no tomamos en libertad real, sino
presionadas por un medio ambiente hostil, una cultura contra la vida, aunque
proclame lo contrario.
No es obligatorio ser madre, es
una elección personal, al menos así lo formulamos pero la realidad es otra: la
realidad impone maternidades frustradas y maternidades impuestas. Madres que
quieren serlo y no pueden, mujeres que no quieren serlo y son obligadas a golpe
de ley, crucifijo y falo.
Los hombres, en su mayoría,
permanecen ajenos a las disyuntivas, ausentes de los debates. Ellos viven sin
más y su lucha -si la hay- es de clase, y en ella se centran -si lo hacen-
olvidando que nosotras cada día enfrentamos dilemas, renuncias, rendiciones,
frustración y culpabilidades que no nos corresponden más que en virtud de un
sexo que se decidió secundario. ¿Dónde están nuestros compañeros?
Gobiernos “religiosos” que se
proclaman pro-vida imponen nacimientos y maternidades no deseadas mientras
mutilan maternidades existentes, vidas que caminan y respiran desatendidas y
desamparadas, dicen proteger a los no nacidos mientras desahucian a madres e
hijos de sus casas, hipotecan vidas por impago en la hipoteca, el dinero sobre
la vida, el discurso sobre los hechos, la hipocresía sobre la honestidad
cotidiana de quién solo quiere hacer bien lo que le toca, en soledad y
sobrecarga. Gobiernos coercitivos, compañeros ausentes, éticas hipócritas, y
entre ellas, nosotras, en medio del fuego cruzado.
Me pregunto cuánto tiempo más
podrá soportar la sociedad esta flagrante deserción del cuidado de las
cuidadoras, me pregunto cuánto tiempo más se sostendrá una cultura que no
sostiene a las sostenedoras. Me pregunto cuánto tiempo más aguantaremos la
carga en nuestros cuerpos, la renuncia en nuestras almas, sin rebelarnos de una
vez por todas. Me pregunto cómo rebelarme si en mi ausencia, durante mi
rebelión, nadie se hará cargo de mi carga, que es la de todos al fin y al cabo.
Me pregunto porqué dar vida habría de suponer una carga y no un trabajo,
difícil a veces, gozado otras, pero valorado y compartido siempre, si los patrones
que nos rigen fuesen otros, más razonables, más justos, más equitativos, más
acordes con lo que en el fondo somos unos y otras, humanidades y seres vivos.
No podemos seguir organizados en producir cosas, a veces tangibles a veces
intangibles, abandonando el centro de lo que somos; si no asumimos,
urgentemente, que somos ante todo seres interdependientes y necesitados de
otros y otras, si no asumimos que somos ante todo Vida y sostenemos las vidas
que ya caminan, antes o después el petardo (porque vivir así es un jodido insostenible
petardo) nos acabará explotando en la cara.
Y explotará, tengo esa certeza,
aunque ellos ignoren -en su privilegio y mirando a otra parte- que viven,
vivimos, en territorio minado.
TERRITORIO MINADO (LUCES)
¿Y si a pesar de todas las sombras elijo las luces?
¿Y si a pesar de todas las deserciones decido buscar las
alianzas?
¿Y si a pesar de mi isla decido
que no sea desierta y que sea, sí o sí, fértil?
No se trata de glorificar la
maternidad como el mandato mistificado y mitificado, se trata de hacer brillo
de lo opaco, dignidad de lo humillado, completud de lo mutilado, honra de lo
desvalorizado, riqueza de lo saqueado. Por rebeldía, por justicia, por mis
humanos benditos ovarios y mi furia hecha motor y mi indignación reciclada en
combustible.
Hablamos de legítima libertad,
hablamos de estar donde una está, en presencia, sabiendo que en la lucha diaria
también hay gozo, desobediente, negándome a que me priven de lo bello y de lo
alegre. Cansada pero no vencida, sigo reclamando nuestro espacio, si hace falta
echándole codos, pero sin que me quiten la abonada rabia y la legítima sonrisa.
No me resigno, no me
rindo, no me someto. Hay, pese a todo, espacios para la alegría y el disfrute,
ahí está no nuestro refugio, sino nuestra bandera, el signo que proclama que no
nos vencerán y encontraremos el modo de ganar diariamente y cada una un
centímetro cúbico de autoridad y poder, poder para ser, y no cederemos. Nos va
la Vida en ello.